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77 años de despojo, limpieza étnica y resistencia

77 años de despojo, limpieza étnica y resistencia


Por Valeria Apara Hizmeri

El 15 de mayo de 1948 marcó el inicio de una catástrofe que no ha cesado: la Nakba palestina. Ese día, mientras el mundo celebraba el nacimiento de un nuevo Estado, más de 750.000 palestinos fueron expulsados de sus hogares y más de 530 aldeas y ciudades fueron destruidas por milicias terroristas sionistas que luego conformarían el actual ejército israelí. La limpieza étnica no fue un efecto colateral, sino una estrategia deliberada.

Uno de los mitos más persistentes es que los palestinos habrían huido como consecuencia de la guerra declarada por los Estados árabes tras el rechazo del Plan de Partición de la ONU. Pero esa explicación invierte causa y efecto. La expulsión de la población palestina fue planificada con antelación, no fue una reacción espontánea ni una medida defensiva. El Plan Dalet, elaborado por la Haganá en marzo de 1948 y basado en los planes A, B y C diseñados entre 1945 y 1947, es prueba documental de esta intención. Su objetivo era vaciar de población palestina las zonas asignadas al futuro Estado judío, mediante la destrucción de pueblos y el uso del terror.

La masacre de Deir Yassin, perpetrada el 9 de abril de 1948 —un mes antes de la autodenominada “Guerra de Independencia”— por las milicias Irgún y Lehi, dejó más de doscientos civiles asesinados, incluyendo mujeres y niños. Su propósito fue claro: sembrar miedo y forzar el éxodo. No fue un hecho aislado. Fue una operación ejemplarizante dentro de una campaña mayor de limpieza étnica, como documentaron los historiadores israelíes Ilan Pappé y Benny Morris.

Hoy, ese mismo proyecto continúa, aunque bajo formas adaptadas. En Gaza, el proceso adquiere su expresión más brutal. Desde octubre de 2023, más de 60.000 palestinos han sido asesinados, incluyendo a más de 17.000 niños, según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA). Israel ha bombardeado hospitales, escuelas y campamentos; ha destruido el 90% de las viviendas y ha dejado sin acceso a agua, alimentos y medicamentos a más de dos millones de personas. La Corte Internacional de Justicia ha advertido que estas acciones podrían constituir genocidio, al cumplirse elementos esenciales de la Convención de 1948: la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional.

Frente a esta evidencia, la propaganda oficial israelí —la hasbará— intenta desviar el foco. Alegan, por ejemplo, que no puede haber genocidio porque la población palestina ha crecido. Pero el genocidio no se define por su “éxito demográfico”, sino por la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Esa intención ha sido expresada abiertamente por altos cargos del gobierno israelí. Un ejemplo claro es el exministro de Defensa Yoav Gallant, quien en 2023 declaró que los palestinos no tendrían acceso a agua, comida ni electricidad. Si siguiéramos la lógica de la hasbará sionista, el genocidio de Srebrenica en Bosnia, 1995, no habría sido declarado como tal porque asesinó a “solo” 8.000 personas.

En Cisjordania, la Nakba avanza de forma más silenciosa hace décadas, pero igualmente devastadora. Colonos armados, puestos de control, demoliciones sistemáticas y el robo constante de tierras forman parte de un sistema de apartheid ampliamente documentado por Human Rights Watch, Amnistía Internacional y la organización israelí B’Tselem. Hoy, más de 750.000 colonos israelíes viven en asentamientos ilegales que crecen a costa del desplazamiento forzado de comunidades palestinas.

Israel también ha violado sistemáticamente el derecho al retorno de los refugiados palestinos, consagrado en la Resolución 194 de la Asamblea General de la ONU. Este no es un gesto simbólico, sino un principio legal aplicable a todos los pueblos desplazados por la fuerza: los palestinos tienen derecho a volver a sus tierras, a sus casas, a su historia.

Hoy, la Nakba continúa en cada niño gazatí con hambre, en cada familia despojada en Masafer Yatta, en cada refugiado en el Líbano que no puede volver a su tierra. Pero también continúa en cada acto de resistencia: en quienes enseñan árabe en campos de refugiados, en los jóvenes que documentan la ocupación con sus celulares, en los que plantan olivos en tierras asediadas por colonos. La Nakba es también la historia de una lucha por existir, por recordar y por volver.

No estamos conmemorando 77 años de una tragedia terminada. Estamos denunciando 77 años de continuidad colonial, limpieza étnica y apartheid. Y reafirmando un principio que ni la fuerza militar ni la propaganda pueden borrar: Palestina tiene derecho a existir. Y su pueblo, a regresar.

Por Valeria Apara Hizmeri

Periodista

Fuente fotografía


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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