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De Frida a la especulación

De Frida a la especulación


Se entra al Congreso sin haber entendido del todo dónde quedó la brújula ideológica. Se llega desde otra trinchera, pero se viste el color del día con entusiasmo nuevo. Entonces se defiende una exposición cuestionada, y se suelta la frase que pretende blindar la postura: “también criticaron a Frida y Diego, por comunistas”. Y ahí se desmorona el andamiaje.

Se nombra a Frida Kahlo como si fuera un amuleto de ocasión, un comodín cultural que legitima cualquier capricho. Se pronuncia Diego Rivera como si bastara con decir su nombre para que una pared pintada en el Congreso adquiera la dignidad de un mural en la SEP. Se dice comunistas con la misma entonación con la que se menciona “bohemios” o “incomprendidos”. Se ignora que en esas tres sílabas caben el exilio, la persecución, el pensamiento radical, el cuerpo como campo de batalla.

Se invoca a Frida desde un cargo público sin comprender que ella no se habría tomado la foto. Se defiende a un artista con antecedentes legales como si el cuestionamiento ético fuera equivalente a la censura ideológica. Se llama crítica a lo que en realidad es memoria. Se cree que la cultura es un ornamento útil para justificar decisiones políticas y se la usa como escudo.

Y se olvida lo más grave: ¿bajo qué criterios decide una diputada qué exposiciones se presentan en un recinto legislativo? ¿Desde qué lugar —estético, técnico, curatorial— se asume esa función? ¿Qué saberes respaldan la selección? ¿Es la cultura un instrumento más para la agenda personal o partidista? ¿O simplemente se exhibe lo que se posee, lo que se promueve, lo que conviene? Se convierte el espacio público en una galería privada disfrazada de servicio cultural.

Se confunde el gesto con la causa, la estética con el pensamiento, el nombre con el legado. Se cree que repetir íconos es suficiente para heredar su legitimidad. Y en ese espejismo, se traiciona a ambos: a los muertos que pintaron para el pueblo y a los vivos que aún esperan que la izquierda sepa lo que dice cuando habla de revolución.

Y entonces, en medio del discurso, se filtra un dato que cambia el tono de todo: la diputada Grace es poseedora de obra del artista que ahora promueve desde la tribuna. Ella impulsa su exposición en el Congreso, ella defiende su valor. Tal vez lo que se exhibe no es sólo arte, sino una estrategia para alimentar el mercado de la especulación estética.

¿Se trata de un acto legítimo de difusión cultural o se insinúa ahí la sombra de un conflicto de interés? Difícil saberlo. Pero cuando el patrimonio personal y el poder público se abrazan sin pudor, lo simbólico empieza a oler menos a ideología… y más a inversión.

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