Por Christian Cirilli
En mi artículo del 12 de octubre, «Nobel de la Paz, preludio de la guerra», denuncié el acto de cinismo que supuso conceder el Nobel de la Paz a María Corina Machado, emblema del belicismo, el golpismo y del establishment neoconservador que opera a escala global, y que inunda la massmedia con denuncias falsas premasticadas destinadas a justificar una intervención militar extranjera en Venezuela.
El pistoletazo de salida que supuso aquel nombramiento grotesco y a todas luces forzado coincidió, en efecto, con una renovada ofensiva del Estado Profundo de cuño straussiano 1 por preservar una hegemonía global sin fisuras, tanto en el continente americano —donde adopta posturas de dominio financiero y militar—, como en su acoso sistemático a Rusia e Irán —con amenazas de escalada bélica—, y en su despliegue en Japón y Corea del Sur para “contener” la aplanadora comercial e industrial china.
En ese contexto, la administración Trump, que en su retórica inicial se presentaba como antagonista de estos poderosísimos grupos concentrados llenos de viejos conocidos, termina alineándose cada vez más con sus objetivos estratégicos.
Basta observar el peso creciente de figuras como Marco Rubio —ahora doblemente investido, nada menos que como secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional—, para comprender hasta qué punto estos representantes del Estado Profundo inciden en las decisiones clave de la Casa Blanca, moldeando el relato, controlando la información y manipulando el humor presidencial en línea con la agenda “halcón” (guerrerista).
Alcanza con observar el regodeo y desparpajo de senadores como Lindsey Graham (demócrata, por Carolina del Sur) —el mismo que festejaba la muerte de rusos ante Zelenski diciendo que era dinero bien invertido—, o Bernie Moreno (republicano, por Ohio), impúdicos voceros del straussianismo, cuando auguran que Venezuela será el “Estado 51” o que Colombia “volverá al cauce correcto” tan pronto como Gustavo Petro abandone el poder.
La visión irredentista de Donald Trump, anclada en la Doctrina Monroe —esa misma que fue puesta en vigencia por su referente histórico, Andrew Jackson—, coincide en gran medida con la concepción neo-imperialista de los straussianos. Existe un punto en que el mesianismo religioso de los Padres Peregrinos fundadores del excepcionalismo estadounidense se interseca con la paranoia criminal racista-clasista de los straussianos. Y la resultante de ese choque de extremismos se está articulando en la subyugación de “las Américas”, un territorio que dejará de ser el “Patio Trasero” para convertirse ya en un descarado Virreinato.
La estrategia de Trump y sus aliados straussianos apunta a mantener a las naciones latinoamericanas atrapadas en el subdesarrollo, la dependencia y la desindustrialización, bajo administraciones dóciles, serviles y leales, mientras sus recursos naturales son drenados a gran escala.
Poco hay de novedoso en este clásico injerencismo estadounidense, que durante la Guerra Fría encontraba justificación en el fantasma del comunismo. Hoy, en medio de la confusión, las posverdades y la hiperinflación informativa —que conspiran contra la verdadera comprensión de los hechos—, increíblemente se ha reactivado el viejo discurso instrumental de la cruzada contra “el socialismo” y “la justicia social”, presentados como amenazas a la iniciativa individual y a la libertad de empresa.
Este clima ha traído consigo un auténtico reverdecer de las posturas imperialistas, a tal extremo que los propios países-objetivo reproducen centros de pensamiento auténticamente vasallos, profundamente apátridas, encargados de perpetuar la dependencia y el sojuzgamiento. Estas “élites” —en verdad, burguesías intermediarias 2 —, no tienen elaboración propia: más bien abrazan y endiosan el discurso político straussiano de Washington; creen que ser parte de la civilización es sumarse servilmente al proyecto imperial estadounidense, y por ello, desprecian conceptos como el desarrollo nacional y la soberanía, ergo, odian al Estado que los enarbola.
En ese tenor, estas burguesías administrativas del capital extranjero menosprecian y denigran a las clases trabajadoras y populares, pues el “pueblo” —con sus reivindicaciones básicas de prosperidad—, es un obstáculo/amenaza al orden que les beneficia. Por ello, las movilizaciones sociales, el sindicalismo y toda arenga igualitaria son duramente reprimidas. Asimismo, desvaloran la cultura propia para admirar lo extranjero: aniquilan las gestas históricas, ignoran los símbolos patrios y repudian las tradiciones.
La actual ofensiva estadounidense sobre América Latina, sostenida por sus aliados locales, se produce en un contexto en que diversos gobiernos han comenzado a explorar vías de desarrollo mediante asociaciones comerciales e infraestructurales con China, y en una coyuntura en la que el BRICS se perfila no como una abstracción financiera, sino como una alternativa real de reposicionamiento geopolítico.
Ante la amenaza que representa la pérdida de su hegemonía en el continente, Estados Unidos procura someter a estas naciones —por medios diplomáticos o coercitivos— para asegurar el flujo de sus recursos e imponer su Pax Americana. Al mismo tiempo, busca erradicar la influencia de China y dolarizar fuertemente sus economías, consolidando la preeminencia de su moneda frente a mercados como el euroasiático, donde comienza a perder terreno.
Así las cosas, un objetivo explícito del trumpismo-straussianismo es erigir un “Muro del Atlántico” —parafraseando a Erwin Rommel— para fragmentar geográfica y políticamente el mundo, dominando la extensión continental americana para erradicar aquellos gobiernos afines al BRICS, que sean socios estratégicos de China e incluso, meros simpatizantes de Rusia. En esa lógica, Estados Unidos busca “uniformar” políticamente el continente, transformándolo en un territorio cooptado y alineado in extremis.
Así, todo el subcontinente latinoamericano se ve corroído por una avanzada temeraria y sanguinaria de Estados Unidos, apoyada por sus aliados británicos e israelíes, que fue anunciada con “tambor de guerra” por la generala Laura Richardson en múltiples ocasiones y ahora con el irredentismo trumpista toma nuevos bríos.
Venezuela constituye un caso particular. Así como la petrolera Halliburton fue una de las grandes artífices de la invasión estadounidense a Irak en 2003 —famosa por sus contratos de reconstrucción, logística y servicios de suministro, además de las operaciones extractivas de su filial KBR, y por contar entre sus figuras con el entonces vicepresidente Dick Cheney, ex CEO de la corporación, y con el secretario de Defensa Donald Rumsfeld como accionista privilegiado—, hoy la estrella de las amenazas militares contra Caracas es ExxonMobil.
La propia María Corina Machado, representante del anglosionismo político en Venezuela, no pierde ocasión para asegurar ante sus patrocinadores que “abrirá el mercado” petrolero a la privatización total de PDVSA y garantizará la “seguridad jurídica” a ExxonMobil [vean mis vídeos en «Nobel de la Paz, Preludio de la Guerra»]. Conviene recordar, en este sentido, que durante su primera presidencia Donald Trump designó como secretario de Estado a Rex Tillerson, quien había sido CEO de ExxonMobil por más de una década, nombramiento realizado por recomendación directa de Condoleezza Rice y Robert Gates.
Rex Tillerson, junto con Dick Cheney, James Baker III y otros veteranos del aparato petrolero, tejieron durante años una red de influencia global que convirtió a ExxonMobil en el brazo económico complementario a la política exterior estadounidense.
Asimismo, a nadie le pasa desapercibido que ExxonMobil prácticamente gobierna Guyana, con abundantes instalaciones offshore en la Cuenca del Caribe y, fundamentalmente, en la frontera energética más prometedora del mundo: las reservas del Esequibo. Caracas no solamente tiene un reclamo territorial de larguísima data sobre el Esequibo —oportunamente robado por, cuando no, los británicos—, sino sobre las aguas donde perfora ExxonMobil. Esto lo detallé en la última parte de mi artículo «Narco-Estado: un pretexto imperialista para la guerra».
En el marco de las apetencias estadounidenses por las riquezas sudamericanas, en marzo de 2025, Marco Rubio, que hizo su carrera política al amparo de las petroleras, emprendió una gira por Jamaica, Surinam y Guyana, para “impulsar las prioridades de política exterior del presidente Donald Trump en el Caribe”.
Esas prioridades de Rubio consistían en desbancar al supuesto “régimen narcotraficante” que, según él, amenaza con “reclamos territoriales ilegítimos” sobre Guyana o los intereses de ExxonMobil (puestos en paridad). Más allá de que el reclamo soberano venezolano sobre el Esequibo posee un fundamento histórico sólido 3 y guarda notables similitudes con la reclamación argentina sobre las Malvinas —algo que Buenos Aires debería tener en cuenta, sobre todo ante las reacciones corporativistas étnicoculturales anglosajonas—, Rubio anticipaba ya las intenciones del Estado Profundo de impulsar una agenda de agresión en la región, que hoy se concreta en el despliegue operativo y militar contra Venezuela.
En la misma gira, además, Rubio sostuvo una reunión con el entonces primer ministro de Trinidad y Tobago, Stuart Young. La relación se consolidaría con la actual PM Kamla Persad-Bissessar, que introdujo directamente un giro hostil hacia Venezuela, reactivando vínculos con ExxonMobil y respaldando abiertamente una intervención militar contra Caracas.
A principios de agosto, el nuevo gobierno trinitense firmó un contrato multimillonario con ExxonMobil, el primero desde 2003, que marcó el retorno de la transnacional al país en plena escalada de tensiones contra Caracas. La coincidencia temporal entre la reunión de Rubio y Persad-Bissessar no es fortuita. Debe comprenderse que el desembarco de ExxonMobil y la dialéctica belicista de Puerto España ha provocado la suspensión de los acuerdos en Campo Dragón, un yacimiento de gas natural en aguas jurisdiccionales venezolanas, muy próximas a la frontera marítima con Trinidad y Tobago.
El desarrollo conjunto del Campo Dragón fue concebido como un hito de cooperación binacional, capaz de garantizar el suministro de gas natural a Trinidad y Tobago y, simultáneamente, proyectar a Venezuela como actor energético confiable en el Caribe. Proyectos como éste no encajan con la caracterización agresiva que Marco Rubio hace de Venezuela, precisamente.
Ya para el 27 de octubre, Maduro denunció que Venezuela desarticuló (¿con la ayuda de PMC Wagner?) una operación de falsa bandera que habría sido planeada por la CIA para justificar una agresión militar de Estados Unidos contra su país. Al coincidir el hecho con ejercicios militares de la U.S. Navy en aguas trinitenses ¡a apenas 30 millas náuticas de las costas venezolanas! la vicepresidente Delcy Rodríguez denunció la colaboración de esa isla caribeña y solicitó la inmediata suspensión de los acuerdos gasíferos, lo cual fue aceptado por Nicolás Maduro.
Un día después, dos bombarderos B-1B de la USAF protagonizaron un acto de provocación al sobrevolar a apenas 50 kilómetros de las costas de Caracas, en la aproximación más agresiva registrada hasta el momento. Estos aparatos, capaces de lanzar misiles de crucero AGM-158B JASSM-ER con un alcance de hasta 980 kilómetros, no requieren acercarse tanto al territorio venezolano; sin embargo, el objetivo de la maniobra fue evaluar los tiempos de respuesta de la defensa aérea y demostrar músculo militar.
Todos estos pasos, desgraciadamente, muestran una escalada que desembocará muy probablemente en una operación militar en toda regla: de las sanciones económicas y la acusación de “migración delincuencial”, hemos pasado a la acusación de narcoterrorismo, al bloqueo naval con destructores, luego al patrullaje de un grupo de portaaviones, hasta este momento en que llegan los ejercicios militares en Trinidad y Tobago, las banderas falsas y el sobrevuelo de bombarderos. La guerra está a la vuelta de la esquina…
En un contexto en el que India y China se niegan a reducir o eliminar sus compras de crudo ruso, resistiendo las presiones occidentales destinadas a socavar la economía de Moscú y debilitar su posición en la guerra que la OTAN libra en Ucrania, y mientras Irán enfrenta nuevas amenazas de castigo por su negativa a reingresar al PAIC bajo las condiciones impuestas por el E3 (Francia, Alemania y Reino Unido), Estados Unidos procura asegurar el control de los recursos petrolíferos venezolanos para evitar quedar expuesto ante una alteración brusca del mercado energético internacional.
Paralelamente, Estados Unidos “usa creativamente” el artilugio del narcotráfico, en ausencia de otras “amenazas” usualmente empleadas como ser la conservación de armas de destrucción masiva o la nuclearización, excusas que sirvieron para azotar Irak o acosar Irán.
La acusación de narcotráfico no se limita al denominado “régimen” venezolano —coincidente, no por casualidad, con su alineamiento al bloque BRICS y su posición sobre la mayor reserva certificada de petróleo del mundo, incluso superior a la saudí—, sino que se extiende también a Colombia, en la medida en que dicho país se mantenga bajo el liderazgo de un gobierno soberanista, reticente a someterse a los dictados estratégicos de Washington.
En este contexto, la U.S. Navy, desplegada persistentemente frente a las costas venezolanas, ha desarrollado un perverso “tiro al pichón” contra embarcaciones civiles en el Caribe, provocando, al 28 de octubre de 2025, 57 víctimas fatales, producto de 13 ataques letales. Dado que las naves fueron destruidas y no interceptadas, nunca pudo verificarse su presunta vinculación con actividades de narcotráfico.
Cabe recordar, asimismo, que Estados Unidos ha sostenido acusaciones sin sustento probatorio contra el presidente Nicolás Maduro, al atribuirle la jefatura de organizaciones criminales como el Tren de Aragua o el Cártel de los Soles, acompañadas de recompensas millonarias por su captura. Del mismo modo, tras las denuncias del gobierno colombiano contra los abusos de poder de la administración Trump, acusaciones similares fueron dirigidas hacia el presidente Gustavo Petro, quien pasó a integrar la lista de mandatarios observados por Washington —la denominada Lista Clinton—, en una clara continuidad de los mecanismos de estigmatización política aplicados históricamente en la región.
Es un desopilante ejemplo de cinismo ilustrado que el único presidente estadounidense que admitió haberse drogado en su juventud —me refiero a Bill Clinton—, haya promulgado, en 1999, la llamada Ley de Designación de Narcotraficantes Extranjeros (Foreign Narcotics Kingpin Designation Act), mediante la cual se elabora una lista de personas, empresas o instituciones vinculadas al narcotráfico o al lavado de dinero que el Departamento del Tesoro —a través de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC)— excluye formalmente del sistema financiero estadounidense.
La lista adquiere aun mayor cinismo cuando las estadísticas formales del United States Sentencing Commission indican que cuatro de cada cinco personas sentenciadas por narcotráfico en Estados Unidos… son estadounidenses, y que, del total de toneladas incautadas de drogas en la frontera, el 84,19% fueron detectadas ¡en puestos de aduana y cruces oficiales! y apenas 12,06% en rutas ilegales… según datos de Customs and Border Protection, por lo cual este tour de force de la U.S. Navy masacrando personas por el Caribe es insignificante desde los resultados concretos.
Asimismo, es llamativo que las gravísimas sospechas (que no llegan a certezas sólo por la displicencia de la Justicia argentina) sobre financiamiento del narcotráfico a dirigentes ligados al partido La Libertad Avanza no manchen al gobierno argentino ni lo incorporen en ninguna lista.
Narcotráfico, como excusa propiciatoria. Recursos naturales y discordancia política, como inconfesable razón de intervención. La mayor “democracia” del mundo emprende una conquista que va desde la cooptación ideológica (con apriete financiero), hasta la amenaza de bombardeos ilimitados. Todo está en el menú. Paradójicamente, la lógica de la White House no difiere en mucho a las opciones que ponía Pablo Escobar Gaviria: “plata o plomo, tú escoges”.
Extrañísimo fue también lo sucedido la semana pasada en Brasil, puntualmente, en Río de Janeiro.
En la antigua capital imperial, cerca de 2.500 efectivos de la policía civil y de la policía militarizada irrumpieron en los complejos de favelas de Penha y Alemão, al norte de la ciudad, por orden del gobierno regional encabezado por el bolsonarista Cláudio Castro. El operativo, de carácter punitivo y no coordinado con el gobierno federal, tuvo como objetivo reprimir al Comando Vermelho, una de las organizaciones criminales más poderosas y extendidas de Sudamérica.
Muy casualmente, desde mayo, el gobierno de Donald Trump venía insistiendo en catalogar al Comando Vermelho y al Primeiro Comando da Capital como organización “narcoterrorista”.
Brasil, bajo la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva, se ha transformado en una amenaza geopolítica para los intereses de Estados Unidos. No porque su gobierno manifieste una hostilidad abierta hacia Washington, sino porque, en las dos grandes cumbres celebradas recientemente en su territorio —el G20 (noviembre de 2024) y el BRICS (julio de 2025)—, Lula ha expuesto con claridad su compromiso con el multipolarismo y su rechazo a las políticas neocolonialistas del denominado Occidente Colectivo, lo que implica también iniciar un proceso de desdolarización. [Ver mis artículos «El G20 ha dejado de ser un club occidental» y «BRICS, hacia la refundación geoeconómica»].
Esta situación llevó a Donald Trump a expresar su apoyo, mediante una carta fechada el 9 de julio, al ex presidente Jair Bolsonaro, quien entonces enfrentaba un proceso judicial por su intento golpista del 8 de enero de 2023, en un gesto de abierto y obsceno intervencionismo político. En esa misiva, Trump acusó además a Brasil de mantener una “relación comercial injusta” con “déficits insostenibles en perjuicio de Estados Unidos”, una afirmación no solo falsa desde el punto de vista económico, sino también reveladora de la visión proteccionista y coercitiva con la que Washington busca subordinar a sus vecinos del sur.
En tal sentido, Trump inició una ofensiva comercial con su arma sancionatoria preferida: los aranceles. Impuso un 50% sobre todas las exportaciones brasileñas a partir del 1 de agosto y, como yapa, dictó restricciones financieras a los jueces de la Supremo Tribunal Federal.
Sin embargo, Brasil no se amilanó: solicitó una reunión extraordinaria del BRICS (que tuvo lugar el 8 de septiembre) y amenazó a Estados Unidos con una política de aranceles recíproca (aunque no lo ejecutó).
Cuando Trump vio que no podía quebrar la voluntad política soberana de Brasil, y que, por el contrario, Lula había consultado con sus socios de BRICS medidas paliativas, bajó su belicosidad y “tendió puentes” hacia el diálogo. Ni siquiera pudo evitar un fallo histórico contra Bolsonaro, que lo sentenció a 27 años en prisión…
Por otra parte, la partida perdida de Trump ante Xi Jinping en ASEAN —donde los ~44.000 toneladas métricas de reservas de tierras raras de China gravitaron especialmente—, hizo que el presidente norteamericano se vea en la necesidad de pivotear hacia Brasil, la segunda nación con más tierras raras, con ~22.000 toneladas métricas. Para considerarlo: Estados Unidos cuenta con 1.500 toneladas métricas conocidas.
El proceso de distensión entre ambos gobiernos comenzó durante la Asamblea General de la ONU, el 23 de septiembre, cuando Trump dedicó palabras elogiosas a Lula, y culminó en Kuala Lumpur, con la reunión bilateral celebrada el 26 de octubre al margen de la Cumbre de la ASEAN. En ese encuentro se abordaron temas sensibles, como la suspensión de los aranceles del 50 % y la finalización de las sanciones impuestas bajo la Ley Magnitsky contra figuras del poder judicial brasileño, entre ellas el juez Alexandre de Moraes. Asimismo, se trató la cuestión venezolana, respecto de la cual Lula sostuvo una postura de no intervencionismo y respeto a la soberanía nacional.
Sin embargo, apenas dos días después de la concordia brasileño-estadounidense, el 28 de octubre, tuvo lugar un mega-operativo policial en Río de Janeiro que terminó en masacre, con 132 cadáveres, hondas huellas sociales y una imagen internacional devastada.
Inevitablemente, el suceso invita a sospechar la existencia de un trasfondo político complejo, marcado por la convergencia de intereses del bolsonarismo, la lucha por el control territorial en las periferias y la consolidación de la narrativa del “narcoterrorismo”, que el neoconservadurismo internacional procura imponer a escala regional.
¿Cómo se explica lo sucedido? Los abusos de poder y los asesinatos extrajudiciales cometidos por la policía carioca son hechos ampliamente documentados. No obstante, también debe reconocerse que los grupos criminales que operan en Río de Janeiro actúan con extrema violencia y controlan extensos territorios, en una guerra permanente por el dominio del narcotráfico. Los enfrentamientos suelen dejar decenas de muertos, pero esta matanza se destaca como la más sangrienta de las últimas décadas en Brasil, superando incluso a la perpetrada en el Complejo Penitenciario de Carandirú en 1992 —que dejó 111 reclusos muertos—, hecho que, además, dio origen al Primeiro Comando da Capital (PCC), hoy la organización criminal más poderosa del país.
El Comando Vermelho (CV) nace en la década de 1970 en la cárcel de Cándido Mendes, en Isla Grande (Río de Janeiro), producto de la convivencia entre presos políticos y delincuentes comunes, que favoreció la transferencia de saberes. Mientras unos enseñaban organización y estratificación, otros enseñaban supervivencia criminal. Sin embargo, con este fenómeno criminal nacen también las milicias integradas por expolicías, policías estatales y exmilitares que, como los Zetas mexicanos —que tienen el mismo origen—, se dedicaron al principio a dar “servicios de exterminación” para luego tomar el mando de territorios, especialmente las favelas, donde dan servicios básicos y se vinculan también al narcotráfico. Lo que empezó como un ejército privado terminó convirtiéndose de a poco en una auténtica estructura criminal.
Estas milicias tienen varios negocios: la extorsión (el cobro de “impuestos”), el control de servicios, el tráfico de armas y drogas, y la cooptación política. Las milicias controlan gran parte de la vida cotidiana en muchas favelas y suelen tener representación política en el bolsonarismo.
Las milicias, por consiguiente, disputan los negocios criminales con CV, por lo que los enfrentamientos son cada vez más frecuentes. Sin embargo, existe un elemento político a considerar: el gobernador del (Estado de) Río de Janeiro, Cláudio Castro, pertenece al Partido Liberal y la sintonía entre Lula y Trump en Malasia —donde Lula salió airoso—, echó por tierra la penalización de las sanciones impuestas por Washington por la “persecución política” contra Bolsonaro.
Nótese, en primer lugar, que el presidente estaba en el exterior. En segundo lugar, Flávio Bolsonaro, hijo del ex presidente condenado, salió a defender al gobernador y a criticar al gobierno federal, aunque el Estado fluminense nunca solicitó su apoyo. Unos días antes, había publicado una cita sobre tuit de Pete Hegseth donde expresaba «¡Qué envidia! He oído que hay barcos como éste aquí en Río de Janeiro, en la bahía de Guanabara, inundando Brasil con droga. ¿No te gustaría pasar unos meses aquí ayudándonos a luchar contra estas organizaciones terroristas?».
Tanto el gobernador Cláudio Castro como Flávio Bolsonaro reivindican el operativo como un éxito en la lucha contra el “narcoterrorismo”, una palabrita que se amolda al enfoque irredentista trumpista-straussiano. No extrañaría que ambos sean la dupla de candidatos presidenciales de la derecha en 2026.
El lógico pensar que existe una doble vía: por un lado, reforzar el poder de las milicias ligadas a las fuerzas de seguridad y al bolsonarismo, por el otro, desafiar la negociación de Lula con Trump. El mensaje sería: “nosotros luchamos en serio contra el narcoterrorismo, mientras Lula protege a los narcotraficantes”.
Sin embargo, los amagos de ejercer “máxima presión” no funcionan con Brasil. Trump finalmente se dio cuenta: no solamente se trata de un país imposible de invadir, con amplia población, una sólida base industrial y un gobierno de tinte soberanista, ligado al BRICS y al Occidente Colectivo por igual, sino que tiene aquellos minerales críticos que Washington tanto necesita y por los cuáles va a tener que negociar con buenos modales.
Los narcóticos poco importan y Bolsonaro nunca fue importante: era simplemente una táctica de presión extrema que no ha podido doblegar a Lula ni a la Corte Suprema de Justicia. Brasil, por ahora, está a salvo y se yergue como una potencia en crecimiento, un par inter pares.
Concluyendo…
La escalada actual no es un accidente ni una mera disputa geopolítica: es el intento de Washington por rearmar su viejo dominio sobre el continente. Sobre algunos países —como Argentina, Ecuador o Paraguay— solo basta mostrar la varilla para que el perro mueva la cola graciosamente. En otros, como Venezuela o Colombia, la “nueva” cruzada contra el narcotráfico funciona como coartada moral para una guerra de apropiación, donde los ejércitos, los think tanks y las corporaciones petroleras marchan bajo una misma bandera. Pero en otros casos, como la hidalga Brasil, que ha construido una retaguardia estratégica en el BRICS y un escudo en su fortaleza económica y posición soberana, la máxima presión de Trump no funciona.
Lo cierto, es que América Latina se encuentra ante una disyuntiva histórica: sucumbir al retorno del Virreinato o reafirmar su destino soberano en el marco del mundo multipolar que ya se abre paso.
Por Christian Cirilli
NOTAS
La Visión, 2 de noviembre de 2025.
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