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Mediumnidad y poder en el Chile del siglo XX

Mediumnidad y poder en el Chile del siglo XX


Por Jaime Donoso Espinosa

En la arquitectura siempre en construcción de la modernidad chilena, erigida sobre los pilares aparentemente inquebrantables del derecho, el Estado secular y la razón ilustrada, existen fisuras estructurales por donde se filtra lo inesperado, aquello que desafía el relato oficial de una nación empeñada en proyectarse como racional y progresista. La figura de Jaime Galté Carré (1903-1965) representa una de esas brechas más elocuentes y significativas. Abogado, masón de alto rango –con fuertes indicios de que llegó a ser Gran Maestro de la Gran Logia de Chile–, su notoriedad pública como médium interpela directamente la supuesta coherencia monolítica de nuestras élites políticas y financieras del siglo XX. Su historia no constituye un simple relato anecdótico sobre lo oculto, sino un síntoma poderoso de una modernidad particular, tensionada y heterogénea, donde lo esotérico y lo institucional no se opusieron de manera frontal, sino que se entrelazaron en una compleja danza de poder, creencia y legitimación social.

El proyecto cinematográfico «Galté», del cineasta y escritor José Guerrero Urzúa –cuyo trabajo previo en el film “Tres Almas” (2022) y su última novela “Médium” (2024, Editorial Segismundo) lo acreditan como un investigador agudo y persistente de estas zonas grises de nuestra cultura–, no se limita a exhumar una biografía excéntrica. Su ambición es mayor y más necesaria: aborda la vida de este personaje como un prisma conceptual para refractar una verdad incómoda y sistemáticamente relegada al archivo de las rarezas históricas. En el Chile de la primera mitad del siglo XX, la toma de decisiones en las altas esferas del poder no era un territorio exclusivo de la lógica positivista. Existía, de forma paralela y a veces entrelazada, una economía cultural no oficial, un sustrato de prácticas y saberes que operaba con una lógica distinta pero igualmente eficaz.

Esta dimensión ha sido explorada por la academia con creciente seriedad. El historiador Manuel Vicuña, en su fundamental obra “Voces de Ultratumba: Historia del espiritismo en Chile”, proporciona un marco indispensable para comprender el fenómeno. Vicuña argumenta que, para sus practicantes, el espiritismo no era un mero entretenimiento, sino que operaba como un ritual de «reintegración cósmica entre vivos y extintos, encaminadas a remediar las dislocaciones psíquicas acarreadas por la muerte». Era, en esencia, un mecanismo cultural sofisticado para «aminorar la virulencia del acontecimiento fatídico que ensombrece la vida». Este análisis nos permite ver a Galté no como un curandero, sino como un operador especializado dentro de este ecosistema de significados. Su asesoría esotérica a presidentes como Pedro Aguirre Cerda y Salvador Allende (con quien interactuó antes de su presidencia), su rol como cofundador de la Sociedad Chilena de Parasicología, y su reputación internacional –solicitado por instituciones de prestigio como la Society for Psychical Research en Londres–, lo erigen en un nodo crucial. Encarnaba la paradoja de un hombre que habitaba con igual soltura y autoridad la fría lógica de las leyes y el enrarecido clima de las sesiones mediúmnicas, donde, se decía, era poseído por el espíritu del doctor Erick Halfanne para realizar diagnósticos y sanaciones.

Su caso, más que resultar una anomalía inexplicable, se inscribe en un tejido cultural más amplio y vibrante, que investigaciones contemporáneas como las de la académica Diana de Espíritu Santo se han encargado de cartografiar con rigor. Sus estudios sobre «la vida de los espíritus» en la cultura popular chilena demuestran de manera convincente que estas prácticas no son vestigios de un pensamiento mágico en extinción, sino componentes activos y dinámicos de nuestro paisaje social. Lejos de limitarse a los márgenes, estas creencias y prácticas permeaban, y aún permean, todos los estratos, configurando modos de entender la salud, la muerte, el duelo y las propias relaciones de poder. La mediumnidad de Galté, por lo tanto, no trasuntaba un acto de charlatanería en la penumbra, sino que era una práctica provista de una lógica interna y una función social específica dentro de su círculo. Una manifestación particularmente elevada de una corriente subterránea, pero poderosa, en la sociedad chilena.

Cabe destacar que esta no es la primera vez que el cine chileno se aproxima a esta enigmática y extraordinaria figura. El documental “Historia de un médium”, realizado por Silvio Caiozzi para Televisión Nacional, ya había rastreado su huella, estableciendo a Galté como un personaje legítimo y fascinante dentro de nuestro patrimonio histórico y audiovisual. Sin embargo, el proyecto cinematográfico de Guerrero Urzúa no pretende inventar un mito desde cero, sino que desea profundizar, con sello propio, en una exploración de carácter sensorial, narrativo y especulativo; llevando la indagación del plano de lo factual al de la experiencia fílmica.

Esta aproximación exige, a su vez, un tratamiento fílmico equiparable a su complejo objeto de estudio. Su proyecto, largometraje de ficción «Galté» (en progreso, a cargo de Plano Infinito Producciones), rechaza de manera consciente y deliberada la lógica centrífuga del cine narrativo convencional –aquella que dirige toda energía dramática hacia un conflicto central unívoco, característica del modelo industrial hollywoodense– para abrazar una poética de la atmósfera, el detalle periférico y la sugerencia velada. El guion, que renuncia al diálogo explicativo, a favor de un lenguaje coral construido básicamente desde miradas, gestos y símbolos, no busca explicar o validar el fenómeno Galté, sino evocarlo, permitir que su misterio se despliegue y respire en la pantalla, instalándose en la percepción del espectador. Se trata de una apuesta estética que es, en el fondo, una toma de posición epistemológica: entender la cultura no solo a través de sus discursos explícitos y sus documentos oficiales, sino también mediante sus silencios elocuentes, sus rumores persistentes, sus ritmos alterados y sus sombras extensas.

El uso del plano secuencia no es aquí un mero alarde técnico, sino un dispositivo narrativo fundamental para generar una temporalidad densa, casi ritual, que cautiva al espectador con la misma sensación de presencia, intriga e incertidumbre que debió caracterizar las sesiones de Galté. Es una estrategia para crear una «sensación de presencia ineludible y claustrofóbica», clave para explorar cuestiones como la mediumnidad y los límites de la percepción. La cámara subjetiva, por su parte, nos obliga a habitar, aunque sea de manera fugaz e incómoda, la perspectiva de un hombre que se sabía y era percibido como un umbral viviente entre lo visible y lo invisible, entre la ley de los hombres y las leyes no escritas del “más allá”.

En este dominio conceptual tan exigente e inquietante, el elenco se convierte en el vehículo esencial para transmitir la carga psicológica, emocional y simbólica del relato. El trabajo de Pablo Medina en el rol de Jaime Galté promete una encarnación pródiga en matices y profundidad, capaz de proyectar simultáneamente la autoridad secular del jurista y masón, y la vulnerabilidad, el extrañamiento y la carga del médium. Junto a él, un ensamble de destacadas de actrices y actores chilenos como Paulina Morales Figueroa, Romina Trujillo, Laura Maldonado, Gonzalo Jara, Cristian Niedbalski, Alfredo Poblete -entre otros- tiene la ardua y crucial tarea de construir, desde la corporalidad y la elipsis, el entramado social humano que rodeaba, sostenía, cuestionaba y legitimaba a esta figura. Su labor será tejer, desde la consistencia y vitalidad de sus interpretaciones, esa textura densa de complicidades, dudas, fe, ambición y miedo que permeaba a la elite de la época y que hacía posible que un fantasma como el doctor Halfanne, y el de un tal Mr. Lowe, tuvieran un lugar tangible y operativo en las salas de poder donde se modelaba el destino del país.

«Galté» se propone, en definitiva, como una arqueología crítica de nuestro imaginario social y un cuestionamiento a los relatos simplificadores y auto congratulatorios de nuestra historia oficial. Al rescatar esta figura y el universo de significados que la hizo posible y necesaria, la película -una vez producida- no solo enriquecerá nuestro patrimonio inmaterial, sino que iluminará con nuevo fulgor las contradicciones fundacionales de un proyecto de país. Demuestra que nuestras instituciones, lejos de ser ajenas o inmunes a lo misterioso, se han construido también pactando constantemente con aquello que escapa a la lógica que las funda.

Apoyar la realización de este proyecto fílmico, desde luego es invertir en un cine de alto vuelo, que piensa con imágenes y sonidos, que confía en la inteligencia y sensibilidad del espectador y que se atreve a transitar por los bordes de lo decible. Es contribuir a una obra que interroga los relatos oficiales y explora las zonas grises de nuestra historia; allí donde lo político y lo espiritual, la razón y el mito, lo público y lo íntimo, se encuentran para revelar los verdaderos -y más fascinantes- mecanismos que han tejido la compleja trama de nuestra cultura.

Por Jaime Donoso Espinosa

Doctor en Estudios Culturales. Académico Departamento de Filosofía UMCE


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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