El maestro más allá del tiempo
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El maestro más allá del tiempo


Por Sergio Salinas Cañas

Un 1 de noviembre de 1965, Día de Todos los Santos, dejó este plano terrenal el abogado, académico, Gran Orador de la Gran Logia de Chile y médium Jaime Galté Carré. Dos días antes, El Mercurio había publicado un artículo firmado por el diplomático y escritor Miguel Serrano titulado “Jaime Galté, ‘mutante’ chileno”. En él, Serrano afirmaba que existían hombres dotados de facultades excepcionales —seres adelantados en la evolución espiritual de la humanidad— y que uno de ellos había nacido en Chile. “Mutante”, explicaba, era aquel que poseía facultades que algún día toda la humanidad desarrollará: en este caso, la mediumnidad.

Desde entonces, numerosa gente humilde y destacadas personalidades —juristas, médicos, parapsicólogos, masones, martinistas y rosacruces— han considerado a Jaime Galté un maestro más allá del tiempo, un hombre extraordinario cuyas facultades desafiaban la comprensión común.

Nacido en Santiago el 24 de mayo de 1903, cursó estudios en Tacna e Iquique y se tituló de abogado en la Universidad de Chile en 1930, con una tesis que inspiraría una ley de la República. Fue profesor y director de la Escuela de Ciencias Jurídicas y Sociales, y autor del Manual de organización y atribuciones de los tribunales, aún recordado en la enseñanza del Derecho chileno.

Pero tras su sólida carrera académica, Galté guardaba un misterio.

Su vida espiritual comenzó con un sueño: a los 18 años, su padre fallecido se le apareció pidiéndole contactar a un abogado, Rafael Delaveu, quien guardaba un sobre para él. Al seguir la visión, encontró el sobre con dinero y objetos personales de su padre. Desde entonces, su destino quedó ligado al mundo invisible.

Poco después, en una sesión espiritista en Valparaíso, Galté —en trance— escribió un mensaje de un tripulante del barco Itata, recién hundido. Horas después de la sesión realizada en la Intendencia del puerto, El Mercurio confirmaba la tragedia. Desde ese momento, nadie dudó de su don mediúmnico.

En 1937 ingresó a la Gran Logia de Chile, donde llegó a ser Gran Orador. También fue iniciado en la Orden Martinista, heredera del ocultista francés Papus, y junto a médicos y académicos fundó la Sociedad Chilena de Parapsicología, donde se investigaron científicamente los fenómenos psíquicos.

Su espíritu guía se manifestaba como el maestro Lowe, una entidad que dictó mensajes de profunda sabiduría, recogidos en obras como Ante el Umbral, En el Umbral y El Escarabajo Sagrado. Allí se exponen enseñanzas sobre la reintegración del ser, la fraternidad, la humildad y el equilibrio entre ciencia y espíritu. Lowe advertía sobre el exceso de orgullo humano y su olvido de las leyes naturales:

“Hasta ahora (el hombre) explica lo que es una tempestad, como se forma, sus leyes; explica y aprovecha la manera de cruzar los aires, después de haber cruzado los mares, pero en cambio, ¿Qué hay en el campo espiritual en las distintas etapas y épocas de su historia? ¿Qué se ha hecho de la hermosa filosofía budista, qué de la maravillosa filosofía hindú, qué de la sublime filosofía cristiana, qué de la portentosa filosofía griega? ¿Qué ha aprovechado el hombre moderno de esas filosofías? Para un observador atento se vislumbra una ley. Mientras la materialidad prospera y se aplica al bienestar individual y colectivo, la espiritualidad alcanzada en una época es destruida por la civilización en la etapa siguiente. Mientras hay avance material hay retroceso espiritual”.

Miguel Serrano relató una de las experiencias más impactantes: cuando Galté, en un estado de desdoblamiento astral, lo visitó mientras él sufría una parálisis psicosomática. “Me sanó sin tocarme —dijo Serrano— y desapareció ante mis ojos”. Pero como él mismo escribió, “la profesión del médium era peligrosa; esas fuerzas terminaban por agotar su energía vital”. Así fue: el 1 de noviembre de 1965, a las 8:35 de la mañana, Jaime Galté partió de este mundo.

Años más tarde, el programa de TVN ¿Y si fuera cierto?, dirigido por Silvio Caiozzi, le rindió homenaje, siendo la primera vez que un templo masónico abría sus puertas a la televisión. El Gran Maestro Marino Pizarro lo describió como “un humanista íntegro, cuya vida unió razón y fe, derecho y mística”. Porque eso fue Jaime Galté: un sabio que unió lo visible y lo invisible, la ley humana y la divina, el método y el misterio. Fue —como dijo Serrano— un “mutante chileno”, un adelantado a su tiempo, un precursor de una humanidad más despierta, donde la intuición y la razón caminan de la mano.

Retorno al equilibrio del alma

En su libro En el Umbral (1962), Jaime Galté escribió: “Cuando encontréis a vuestros respectivos Maestros y busquéis la Verdad sin apasionamiento por una idea o creencia, se abrirá la puerta y traspasaréis el Umbral con plena conciencia.”

Hoy, más de seis décadas después, esas palabras resuenan con una claridad profética. Vivimos tiempos de crisis en todos los planos —político, social, económico, familiar, religioso y cultural—, donde ejemplos de consecuencia entre el pensar, el sentir y el actuar, como el de Jaime Galté, se vuelven faros necesarios para las generaciones más jóvenes.

Los antivalores del individualismo y el materialismo desmedido han sido ampliamente estudiados por pensadores de todo el mundo: Habermas, Bauman, MacIntyre, Sartori, Hans Küng, Amartya Sen, Steiner o Chomsky. Todos coinciden en que el ser humano moderno, desconectado de su esencia espiritual, ha confundido libertad con rendimiento, y bienestar con consumo.

El filósofo Byung-Chul Han, quizás uno de los más agudos críticos de nuestro tiempo, describe este fenómeno como la sociedad de la transparencia: un mundo donde todo debe mostrarse, donde lo oculto —lo misterioso, lo interior, lo sagrado— ha sido erradicado. En su lugar se impone un “infierno de lo igual”, una uniformidad que devora la diferencia y transforma al ser humano en simple dato dentro del flujo incesante del capital.

Para Han, las nuevas enfermedades de nuestra era —depresión, ansiedad, déficit atencional, burnout— no provienen de la represión externa, sino del exceso de positividad y autoexigencia. Vivimos bajo el mandato de poderlo todo: “yes we can”. Pero esa aparente libertad es una trampa.

Cada cual se explota a sí mismo, convertido en empresario de su propio cuerpo y mente. Ya no se necesita un amo: el sujeto neoliberal lleva su campo de trabajos forzados dentro de sí.

El resultado es una sociedad del cansancio, donde la hiperactividad y la dopamina reemplazan al sentido, y donde el silencio —ese espacio sagrado del alma— ha sido colonizado por la urgencia. La fatiga, la soledad y la fragmentación se vuelven las nuevas formas del dolor moderno.

Frente a ello, el retorno al conocimiento espiritual no es evasión ni nostalgia. Es reconexión con lo eterno, con aquello que late bajo todas las tradiciones y símbolos. El esoterismo auténtico, entendido no como superstición sino como sabiduría interior, invita a recuperar el equilibrio perdido: pensar con claridad, sentir con nobleza y actuar con justicia.

Ese triángulo equilátero —símbolo predilecto de Galté y del martinismo— encierra la clave de una transformación profunda. No basta con creer o meditar: se requiere una disciplina del alma, un trabajo interior que nos enseñe a amar sin posesión, a servir sin orgullo, a conocernos sin miedo.

Figuras como Jaime Galté, guiado por el espíritu Lowe, nos recordaron que el verdadero camino no busca dominar los planos invisibles, sino reintegrarse a la unidad. Sus mensajes, dictados entre 1950 y 1965, advierten que la humanidad avanza materialmente mientras retrocede espiritualmente. Y esa advertencia, hoy, parece más vigente que nunca. No se trata de huir del mundo, sino de sanar nuestra relación con él. Tal como enseñaba Galté, el amor —ese estado vibracional que une el alma con el Todo— sólo florece cuando hemos transmutado el odio, la soberbia y el miedo. Amar no es un sentimiento, sino un acto consciente de transformación.

Papus, maestro martinista y continuador de la tradición esotérica occidental, escribió en La reencarnación: “El cambio que se cree que se da en las condiciones de existencia del ser que muere depende sobre todo de las ideas que circulan en el cerebro de los que siguen viviendo en la Tierra. […] Si algo de nosotros subsiste en otro plano, es algo que, tarde o temprano, todos llegaremos a constatar. Entonces, ¿para qué discutirnos de antemano?”

Esa reflexión, luminosa en su sencillez, resume el espíritu de toda verdadera búsqueda espiritual: la certeza de que somos más que materia, más que pensamiento, más que historia. En medio de un mundo que parece haber olvidado su alma, la figura de Jaime Galté se levanta como un puente entre razón y fe, entre ciencia y espíritu, entre justicia y compasión. Recordarlo no es mirar hacia atrás, sino volver a mirar hacia adentro: allí donde el Umbral se abre, silenciosamente, para quien busca la Verdad con amor y sin miedo.

Por Sergio Salinas Cañas


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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